La comunión entre los santos, libre de todo egoísmo, se vive en lo más profundo del corazón. En él se esconde ese mutuo aprecio, esa sintonía que viene a expresar lo que es la clave de su comunión: el mismo Dios en el que asientan su mutua amistad y aprecio, pues sólo en Él y desde Él tiene razón de ser su encuentro y cercanía. Esto no quiere decir que tal amistad no se dé en las circunstancias concretas de una historia y de una vida que ha venido a entrelazar los destinos de quienes desde Dios se aprecian y aman. Testimonios tenemos a lo largo y ancho de la vida de muchos santos, pero en algunos esto se hace mucho más patente, y tal es el caso de Santa Teresa. Son muchos los santos que se han cruzado por su vida y con los que ella ha vivido esta singular relación de aprecio y cercanía. Queremos ahora recordar y evocar la que tuvo con San Pedro de Alcántara.
Cuando Teresa hace memoria viva de su camino hacia Dios y recuerda cómo Cristo vino a ser para ella «libro vivo», no puede olvidar que fue el bendito fray Pedro de Alcántara quien pudo confirmarla en ello, frente a otros muchos que la tenían amedrentada.
Bien claro veía ella que su sentir a Cristo cabe sí no era fruto de una imaginación desbordada por falsos sentimientos religiosos; pero el miedo en que la hacían vivir quienes con sus consideraciones la inducían a sospechar siempre de ello, y a ver en tales experiencias ardides del diablo para perderla, la sumergieron en un mundo de dolor y sospecha. Buscaba incesantemente algún maestro que la pudiera llegar a dar razón de lo que ella vivía, que tan lejos estaba de esos engaños y patrañas que la imaginación ponía en muchos de sus contemporáneos, pero que por la dificultad de darlo a entender al ser experiencia surgida en el fondo de su misma vida entregada a Cristo no encontraba confirmación en su vivencia.
Con San Pedro de Alcántara llegará la confirmación en lo que vive al descubrir que lo que ella experimenta son visiones muy subidas, que se expresan en luz interior, y no en falsas consideraciones fruto de la imaginación inducida por sentimientos pseudorreligiosos o patrañas del demonio. No eran simples consideraciones para momentos de oración, era don y gracia de Dios que en Jesucristo nos ha dado todo, por eso sólo hombres experimentados podían confirmarla en ello. Su gozo y alegría es grande y no puede dejar de ensalzar a quien supo encauzarla por sendas de tanta perfección: «¡Y qué bueno nos le llevó Dios ahora en el bendito de fray Pedro de Alcántara! –exclama al saber de su muerte y recordarle–. Este santo hombre de este tiempo era; estaba grueso el espíritu como en los otros tiempos, y así tenía el mundo debajo de los pies. Que, aunque no anden desnudos ni hagan tan áspera penitencia como él, muchas cosas hay para repisar el mundo, y el Señor las enseña cuando ve ánimo. ¡Y cuán grande le dio Su Majestad a este santo que digo, para hacer cuarenta y siete años tan áspera penitencia, como todos saben!» (Vida 27,16).
Describe su penitencia y concluye: «Con toda esta santidad era muy afable aunque de pocas palabras, si no era con preguntarle. En éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento». Ella sabe que la quería bien, y que fue este amor algo que el Señor quiso la tuviera para volver por ella y animarle en tiempo de tanta necesidad, como fueron los años en que su oración no era entendida ni aprobada por quienes la acompañaban en Avila.
Santa Teresa recuerda que nuestro Santo había llegado a Avila invitado por doña Guiomar de Ulloa para que la tratase y aconsejase. Aquel verano de 1560 se preocupa su buena amiga de recabar licencia del Provincial de los Carmelitas para que Teresa pueda salir del convento y hospedarse en su casa. Allí y en algunas iglesias le habló al Santo muchas veces. Le dio cuenta de su alma, como ella acostumbraba a hacerlo, con claridad, sin doblez, poniendo bien al desnudo su alma. Aquel hombre de Dios la llegó a entender por experiencia. Algo que muy pronto descubrió la Santa, en momentos en que ella aún no se sabía entender, ni por lo mismo sabía expresar con precisión lo que por ella pasaba. «Era menester que hubiese pasado por ello quien del todo me entendiese y declarase lo que era» –afirma nuestra Santa. Y continúa: – «Este santo hombre me dio luz en todo y me lo declaró, y dijo que no tuviese pena, sino que alabase a Dios y estuviese tan cierta que era espíritu suyo, que, si no era la fe, cosa más verdadera no podía haber ni que tanto pudiese creer» (Vida 30,4-5).
Eran momentos cruciales en la vida de Santa Teresa. El encuentro con San Pedro de Alcántara fue providencial. Abre su espíritu a la alabanza y a la confianza en un mundo de temores y miedos. Le descubre el camino de la verdadera fe, y no sólo eso sino que este hombre que vive en Dios, que sabe de oración vivida como trato de comunión y amistad, sale en defensa de Teresa.
Habla con Francisco Salcedo, el caballero santo, y con el padre Baltasar Álvarez porque entiende que esta mujer es digna de lástima entre tanta incomprensión. «Díjome –escribe Santa Teresa– que uno de los mayores trabajos de la tierra era el que había padecido, que es contradicción de buenos, y que todavía me quedaba harto, porque siempre tenía necesidad y no había en esta ciudad quien me entendiese; mas que él hablaría al que me confesaba y a uno de los que me daban más pena, que era este caballero casado que ya he dicho. Porque, como quien me tenía mayor voluntad, me hacía toda la guerra, y es alma temerosa y santa, y como me había visto tan poco había tan ruin, no acababa de asegurarse.
Y así lo hizo el santo varón, que los habló a entrambos y les dio causas y razones para que se asegurasen y no me inquietasen más. El confesor poco había menester, el caballero tanto, que aun no del todo bastó, mas fue parte para que no tanto me amedrentase» (Vida 30,6).
Desgraciadamente, ha desaparecido la rica correspondencia que entre ambos tuvo que haber, pues concertaron escribirse y encomendarse mucho a Dios tras este encuentro.
Ella le guardará siempre el mejor de sus recuerdos cuando haya de hacer relación de conciencia de su vida, asegurando que era un santo varón, de los descalzos de San Francisco, con el que trató mucho y él fue el que hizo mucho de su parte para que se entendiese era buen espíritu el que animaba a la Santa. De nuestro santo también oyó muchas y excelentes razones para apoyar a las mujeres en el camino de la oración, vedado por muchos letrados, asegurando que según San Pedro de Alcántara aprovechan mucho más que los hombres (Vida 40,8). Le contará a su hermano muchas cosas buenas de él cuando le escribe a América y le recordará más adelante, pasados muchos años y ya muerto el Santo, para quitar miedos a su hermano –que iniciándose en la oración vive los primeros fervores y se ve envuelto en raros deseos de levantarse entre la noche, y en raros sueños–, asegurando: «Si oyera lo que decía fray Pedro de Alcántara sobre eso, no se espantara...» (Cta. 167. A don Lorenzo de Cepeda. Toledo, 2 de enero de 1577).
Por último, a Teresa le quedan los libros escritos por el Santo para seguir confortándose con su doctrina, y sentirse identificada con ella. Si para rebatir su pensamiento le aducen lo escrito por el Santo, acabará descubriendo con su oponente, después de leerlo, que dice lo mismo que ella (cfr. 4M 3,4). En sus Constituciones, entre los libros que recomienda han de procurar las prioras haya para mantener el alma en sus casas, están los libros de fray Pedro de Alcántara. Tal es el recuerdo vivo y el aprecio que guardó siempre Santa Teresa por este gran Santo, al que tanto debe y con el que tanta sintonía de alma encontró.
*Francisco Brändle, O.C.D.
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