Es delicioso leer los escritos de santa Teresa, como era delicioso escucharla, que se pasaban sin sentir horas y horas, que transcurrían como un éxtasis.
No era sólo por la amenidad de sus ocurrencias, que fascinaban a los oyentes. Era la constante de unas ideas fenomenales que rebosaban de su propia vida, como chispas de hierro incandescente. Ello hacía que de sus conversaciones salieran todos pensativos, notablemente mejorados, como lo fue el joven médico que la atendió en Burgos, el licenciado Aguiar, «hombre arrojado en sus palabras y decidor de bonísimo entendimiento, a veces mordaz», que con su trato quedó trocado en otro hombre. Él mismo declaró: «Tenía la santa madre Teresa una deidad consigo, que se le pasaban las horas de todo el día con ella sin sentir; y menos que con gran gusto, y las noches con la esperanza de que la había de ver otro día; porque su habla era muy graciosa, su con-versación suavísima y muy grave, cuerda y llana. Entre las gracias que ella tuvo, una de ellas fue que lle vaba tras de sí a la parte que quería y al fin que deseaba a todos los que la oían; y parece que tenía el timón en la mano para volver los corazones, por precipitados que fueran, y encaminarlos a la virtud». Esto decía un médico alegre.
No menos notable era el parecer de un gran fraile descalzo que la acompañaba, fray Pedro de la Purificación, el cual declaraba: «Una cosa me espantaba de la conversación de esta madre, y es que aunque estuviese hablando tres y cuatro horas, que sucedía ser necesario estar con ella en negocios, así a solas como acompañado, tenía tan suave conversación, tan altas palabras y la boca llena de alegría,que nunca cansaba, y no había quien pudiese despedirse de ella».
Podíamos temer que aquello fuese pasado a la historia y que sólo se trataba de recuerdos más o menos afectivos de sus admiradores. Lo interesante es que aquel soberano interés ha quedado plasmado en el papel. Los testigos que la oyeron y la leyeron después, aseguran que entre su estilo hablado y el escrito había una asombrosa identidad. Una amiga, Antonia de Guzmán, hija que fue de doña Guiomar de Ulloa, declaraba: «Le ha acaecido estar leyendo el libro de su Vida y parecerle a esta declarante que oía hablar a la misma santa Teresa de Jesús».
Un obispo, que la trató en Burgos cuando era un muchacho de menos de veinte años, don Pedro de Castro, aseguraba que en sus libros hallaba él hasta el acento de su voz. Decía: «Los que han leído o leyeren sus libros pueden hacer cuenta que oyen a esta santa madre; porque no he visto dos imágenes o dos retratos tan parecidos entre si, por mucho que lo sean, como son los libros escritos y el lenguaje y trato ordinario de la santa madre: aquel en mendarse en algunas ocasiones y decir que no sabe si lo dice como lo ha de decir, y otras cosas a este tono, son todas suyas». Eran quizá las incidencias de la conversación lo que este obispo recordaba. Pero también es cierto que cuando le oía ciertas razones, temblaba como la hoja de un árbol, aun a través de una reja y unos velos, y los cabellos se le espeluznaban de sagrado terror, pensando que en aquella mujer hablaba Dios. Y no era sólo cómo lo decía, sino porque decía tales cosas que revolvían las conciencias.
Afirma el licenciado Aguiar que estando con la madre en compañía del doctor Manso, que la confesaba, éste no cesaba de exclamar entre dientes de forma que Aguiar oyese: «¡Oh, bienaventurada mujer! ¡Oh, ángel del cielo!». Y después hacía comentarios como éste: «Bendito sea Dios, bendito sea Dios: Más quisiera argüir con cuantos teólogos hay que con esta mujer». Y es que hablaba con una desenvoltura escalofriante. A este personaje, sin faltarle jamás al respeto, en una ocasión que le confió haber dejado la oración por miedo, le increpó así: «¡Oh, mal hombre! ¿ Y qué mal le había de hacer, aunque viniera todo el infierno?». Hoy tenemos a mano todos los escritos que ha dejado santa Teresa. Es un placer imaginarse a sus pies leyéndolos como si la escucháramos, si lo hacemos sin prisas y sin mirar el reloj. Su estilo conciso, luminoso, chispeante, con ocurrencias incesantes y distintas, son para pasar horas deliciosas.
Pero comprendo que no siempre hay tiempo ni humor para ponernos así con sus escritos en la mano ni para saborear su contenido ni calibrar toda su fuerza estilística. Para ello se requiere además de atención una cultura mediana que no está al alcance de todos. Los que carecen de tiempo para semejantes placeres, querrían, al menos, recoger sus chispazos, diseminados por todos sus libros, y solazarse con ellos con responsabilidad personal. Tememos ver ante nosotros tantas páginas, tantas palabras, sin saber dónde fijar la vista. Preferiríamos sólo tener la «sensación» de alguna ocurrencia, que nos permitiera pensar por nosotros mismos sin necesidad de seguir leyendo, como si con ello enriqueciéramos nuestra inteligencia con sus ocurrencias geniales.
En efecto, debemos advertir ante todo, que lo más genial de santa Teresa va siempre en forma de «incisos»; o, si se quiere, de «paréntesis». Las deliciosas digresiones con que a veces adorna un discurso, no son precisamente divagaciones, sino eso, chispazos que saltan de un subconsciente siempre activo, arrollador, que es la constante de su fisonomía espirituaL. Tales incisos, como aquel en que define qué es la oración mental, definición hasta ahora jamás igualada, son tan geniales que osamos afirmar que constituyen lo mejor de sus libros. Desde luego, santa Teresa es primorosa en las descripciones de sucesos de que fue testigo, lo es en el razonar convencido sin la menor réplica, y lo es para exponer causas y causas de una determinación cualquiera. Pero esto, más o menos, es común a todos los escritores con mayor o menor gracejo. Mas los incisos geniales que salpican las páginas teresianas, donde se despachan las verdades más tremendas e incisivas, capaces de dejar pensativa a una persona para todo el resto de su vida, esos incisos, sí forman el sello exclusivo de santa Teresa y de su estilo inimitable; tan inimitable que para hacer un remedo del mismo habría que asimilarse de antemano todo lo que ella almacenó en su idiosincrasia dándole exclusiva personalidad. Y la personalidad es tan exclusiva que si fuese comunicable dejaría de ser personalidad.
Poner personalidad en un estilo es lo más teresiano y peculiar de sus escritos, escritos que su frescura y originalidad asombraron al propio maestro fray Luis de León, que aseguraba que «el castellano de la madre es la mesma elegancia». Se puede remedar a Cervantes, a Góngora, a Calderón de la Barca, de forma que cueste trabajo discernir qué cosas son originales o añadidas.
Remedar a santa Teresa es la tarea más dificil e ingrata. Es el personaje más inimitable de toda la literatura española. Conseguir una imitación lograda equivale a absorber su genial personalidad, o mejor, llegar a ser tan genial como ella lo fue.
FRAY EFRÉN DE LA MADRE DE Dios, O.C.D.
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