viernes, 31 de octubre de 2008

Teresa de Ávila y la España de su tiempo



Fue una mujer fuerte. Carismática, de espiritualidad radiante, organizadora eficaz, persuasiva. Y una escritora magistral en el análisis y expresión de sus elevados sentimientos. De una gran lucidez para comprender y hacerse comprender. En esta obra, Joseph Pérez nos cuenta cómo una mujer como ella pudo imponerse en el mundo masculino de la España de su tiempo
Este libro no es una nueva biografía de Teresa de Jesús. Lo que el autor se propone es reinstalar a la carmelita de Ávila en la España de su tiempo. ¿Cómo pudo imponerse una mujer en un mundo masculino que tan receloso se mostraba ante las ideas y las prácticas religiosas que se apartaban de la norma común? El éxito de Teresa se debe a su personalidad y al rechazo a dejarse encerrar en el marco mental de una sociedad dinámica, pero inquieta. Nos ocuparemos solo accesoriamente de las razones que condujeron al Papa Pablo VI, el 27 de septiembre de 1970, a proclamar a santa Teresa Doctora de la Iglesia universal; dejamos estos aspectos a la apreciación de los católicos, pero nos interesaremos en las lecciones que se pueden sacar de esta experiencia. Teresa de Ávila tenía un elevado concepto de sí misma; se creía llamada a grandes empresas; rechazaba la mediocridad. Veremos cómo esta ambición no es incompatible, según ella, con la virtud de la humildad. Teresa de Ávila invita a sus contemporáneos y, aún más allá, a los lectores del siglo XXI, a un esfuerzo de inteligencia, de lucidez y de voluntad.


Teresa no era rica, pero era guapa. Y lo sabía. Hubiera podido casarse, ocuparse de su hogar y de sus hijos y convertirse en esa «perfecta casada» que en 1583 fray Luis de León propondrá como modelo a las mujeres del mundo. Teresa no se resignó con ese destino. Prefirió ingresar en un convento. Fue una elección dolorosa; por poco le cuesta la vida y arruinó su salud definitivamente. En el carmelo de la Encarnación, la regla está mitigada, es decir, que no se aplica. Sin duda, las religiosas asisten a los oficios y a las horas canónicas; están enclaustradas, pero disponen de celdas que pueden acondicionar para recibir amigas; no tienen prohibido salir, por ejemplo, para acudir en ayuda de un familiar enfermo o para hacerle compañía a una dama que acaba de perder a su marido; también pueden recibir visitas y charlar en el locutorio picoteando dulces... Teresa se rebeló contra la mediocridad de esta existencia. Se ha entregado a Dios y se propone asumir esa decisión en todo su rigor. Se «descalza»; obtiene de las autoridades el permiso para reformar el Carmelo; convence a otras religiosas para que la sigan. Hubiese podido contentarse con eso y vivir lejos del mundo una experiencia espiritual de una calidad excepcional, pero la mística de Teresa de Ávila es más exigente que el futuro quietismo de la señora Guyon. La reformadora se revela mujer de acción. Quiere que la espiritualidad carmelitana irradie; es su contribución a la renovación de la vida religiosa en la España de Felipe II.


El régimen franquista le hizo un flaco favor a santa Teresa al proclamarla «santa de la raza». El régimen perpetró un secuestro parecido confiscando a Isabel la Católica, convertida, muy a su pesar, en el símbolo de la nueva España. Tras la muerte de Franco, la izquierda española no se atrevió a cuestionar y denunciar estas amalgamas que vinieron a interrumpir una tradición muy distinta. Hasta 1936, en efecto, los liberales y sus herederos -la izquierda republicana, por ejemplo-, incluso cuando eran ferozmente anticlericales, nunca dejaron de admirar a Isabel la Católica y a Teresa de Ávila. Veían en la primera a la soberana que había metido en vereda a los señores feudales, que había preparado la unidad de la Península y convertido a España en una potencia europea y mundial; gracias a estos méritos, le perdonaban la creación de la Inquisición y la expulsión de los judíos. Estos mismos liberales admiraban a santa Teresa como intelectual y como a uno de los escritores españoles más profundos. Durante más de un siglo se podía, pues, ser de izquierda sin creerse obligado a denigrar a los Reyes Católicos y a santa Teresa 1. Tras la muerte de Franco, los herederos espirituales del liberalismo asumieron esta situación; no creyeron que debían denunciar una identificación abusiva entre una ideología política y unos personajes históricos que nada tenían que ver con ella. Solo cabe lamentarlo.


[...]
¿Tiene algo que decirles Teresa de Ávila a los hombres de hoy? Si no estuviera convencido de ello, no habría escrito este libro. Al proclamarla Doctora de la Iglesia universal, el Papa Pablo VI animó a los creyentes a tomarla por modelo y guía. En cuanto a los agnósticos, los que admiran a la mística sin compartir su fe, deberían ser sensibles a una obra que, más allá de sus cualidades literarias, da fe de una alianza excepcional entre la contemplación y la acción, la sensibilidad y la inteligencia, la humildad bien entendida y el valor de ser uno mismo.


Los libros que Teresa escribió iban destinados por igual a unos directores espirituales exigentes y a unas religiosas de clausura (la mayoría sin formación). Al dirigirse a eruditos, pero también a incultos, Teresa tuvo que esforzarse por evitar los malentendidos. Nada más explícito que el pasaje de la Vida sobre las tres mercedes: no basta con experimentar sentimientos elevados; también hay que ser capaz de analizarlos y exponerlos. La primera merced designa la experiencia mística y, de forma general, el fervor que se puede sentir ante una causa noble. Teresa era muy dada a esa especie de entusiasmo que se parece a la exaltación, pero sabía volver atrás y examinar ese impulso con la mirada fría de la inteligencia para no dejarse engañar por su corazón. Esta lucidez viene acompañada por un esfuerzo de expresión: comprender y hacerse comprender. No es solo por prudencia respecto a censores e inquisidores por lo que Teresa intenta describir lo más exactamente posible lo que le pasa, aun tratándose de experiencias que son, hablando con propiedad, inefables; necesita ver con claridad en sí misma; el análisis no será completo si no consigue dar cuenta de él de la forma más precisa posible. Así se explica el recurso de las metáforas, las repeticiones, las fórmulas del tipo: «Quisiera que me entendieran bien»; «me gustaría expresarme con más claridad», etc. En su esfuerzo para diferenciar la experiencia del amor de su comprensión y de su expresión, Teresa logró la proeza de iluminar las realidades más complejas de la vida psicológica.


Es lo que tanto sorprendía a Huysmans: «Que (Teresa) es una admirable psicóloga, no cabe dudarlo; pero qué singular mezcla ofrece también de mística ardiente y de mujer de negocios fría. Así, en conclusión, es de doble fondo; es una contemplativa apartada del mundo y es igualmente un hombre de Estado; es el Colbert femenino de los claustros. En suma, nunca mujer alguna fue una obrera de precisión tan perfecta y una organizadora tan eficiente. Cuando se piensa que fundó treinta y dos monasterios, que los sometió a la obediencia de una regla que es un modelo de sabiduría, de una regla que prevé, que rectifica los errores más velados del corazón, causa perplejidad ver que algunos descreídos la tratan de ¡histérica y de loca!». Teresa se elevó hasta la cima de la vida espiritual, pero siempre conservó la cabeza fría y los pies en la tierra.


En un mundo de hombres, reivindicó el derecho de las mujeres a tener su personalidad y, entre sus contemporáneos, supo convencer a los mejores -Francisco de Borja, Juan de Ávila, Juan de la Cruz, el profesor Báñez...-, a los más temibles -el inquisidor general Quiroga-, a los más poderosos -el Rey Felipe II-. No solo los convenció; los sedujo. Teresa tenía encanto; ella lo sabía; y lo utilizaba. Casi siempre, sus superiores le ordenaron lo que ella ya había decidido hacer; creían tener la iniciativa; no se dieron cuenta de que trataban con una mujer tanto más voluntariosa cuanto que hacía profesión de humildad.


Teresa no es solo una contemplativa; es también una mujer que marcó su época. Marcelle Auclair lo ha señalado con toda razón: Teresa estaba dotada con ese tipo de imaginación que se traduce inmediatamente en actos; era una mujer de impulsos; la chispa de un sentimiento inflamaba un proyecto y su realización se concretaba sin demora. Era un carácter dado a la acción, lo que se demuestra por la frecuencia que surge de su pluma la palabra: determinación. En español, la palabra tiene el mismo significado que en francés -decisión que excluye cualquier vacilación-, pero con un matiz añadido: el valor que se necesita para pasar a la acción. Una vez tomada la decisión, no hay vuelta atrás; es una cuestión de principios y de amor propio; Teresa irá hasta el final a pesar de los obstáculos y de las advertencias de los prudentes o de los pusilánimes: lo que me da miedo, decía, no es el demonio; son los que le temen al demonio.
Teresa, por último, no es ninguna santurrona. Le horripilan las beaterías. Su primer impulso es desconfiar de los éxtasis; tiende a verlos como una consecuencia de la mala alimentación, de penitencias excesivas o, peor aún, de la flaqueza de espíritu. Se niega a confundir arrobamientos y abobamientos, ascesis y masoquismo, humildad y menosprecio de uno mismo. No le gusta ver en torno a ella caras largas; se ríe, canta y quiere que las religiosas también rían y canten. Lo más sorprendente es que este ánimo es el de una mujer que, desde los veinte años, siempre ha estado enferma; eso no le hizo perder la alegría y el sentido del humor.


Elevación del pensamiento y profundidad psicológica, rigor en el análisis, precisión en la expresión, sentido de la medida, humor, estas son algunas de las lecciones que Teresa de Ávila es capaz de darle a los hombres de nuestro tiempo.


*Joseph Pérez


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