martes, 22 de marzo de 2011

Teresa y Dios Padre


Comenzamos por la consideración de Dios Padre, pero advirtiendo previamente que entre esas divinas personas existe, según la Madre Teresa, una convivencia fundamental esencial. Ella sabe que: "el Padre no puede estar sin el Hijo y sin el Espíritu Santo. Porque es una esencia, y adonde está el uno están todas tres, que no se pueden dividir" (CC 60)9.

Las casi ininterrumpidas referencias de Teresa a Dios y al Señor están dirigidas a la persona del Padre. Cuando ese nombre está ordenado a otra Divina Persona lo hace notar Teresa por el contexto.

Además de esa atribución paternal genérica, en la mística doctora hay abundantes expresiones en las que le designa expresamente como Padre. Es muy significativo que sea un comentario al Padrenuestro el libro clásico de su magisterio espiritual.

Dentro de esta denominación específica lo normal en Teresa de Jesús es que se refiera a Dios Padre en alguna concomitancia con Dios Hijo. Son inseparables entre sí en la mente de Teresa. Se da una consonancia de Padre-Hijo e Hijo-Padre de íntima, profunda, gozosa y gloriosa unión entre ambas Divinas Personas. Teresa contempla a Dios Padre presa de asombro y de ternura sobre todo por sus condiciones de grandeza, hermosura, poder, bondad, misericordia y amar. Lo siente por fe, lo sabe por estudio y lo gusta por las experiencias místicas acerca de Dios Padre. Llega a percibir su predilección, su intimidad y su unión:

"El Señor me había llevado en espíritu junto a su Padre y díjole: "Esta que me diste te doy", y parecía me llegaba a Sí" (CC 13).

"Paréceme que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables" (CC 22).

"Me dijo el Señor... "Mi Padre se deleita contigo"" (CC 10).

"¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre!" (CV 27, 1).

Es ardiente la oración de Teresa de Jesús a Dios Padre por la Iglesia:

"
Padre Santo que estás en los cielos... ¡Qué es esto, mi Señor y mi Dios: u dad fin al mundo u poned remedio en tan grandísimos males, que no hay corazón que lo sufra, aún de los que somos ruines. Suplícoos, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos! Atajad este fuego, Señor, que si queréis podéis. Ya, Señor, ya haced que se sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia y ¡sálvanos, Señor mío, que perecemos!" (CV 35, 3-6)10.

fuente:mercaba.org

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